Ascenso y caída de Escrito por
Ahora que ya no estoy vinculado a TCM me siento más libre. Puedo, por ejemplo, venir aquí un día y decir:
«Mirad estas fotos de Harrison Ford, ¿a qué mola que nuestro mito de la infancia no fuera el típico cachas que te la mete cuando te agachas? Hala, pues hasta otro día».
Y quedarme tan pancho. ¿Por qué no? Nadie me paga, ergo nada me obliga a currarme una serie concatenada de chistes para envolver un caramelo tan apetitoso que por sí solo estimula los jugos gástricos de C-3PO.
No. Hago esto porque quiero. Qué contento estoy. ¿No me lo notáis? Voy todo empalmado por haber roto el pacto capitalista que pervertía nuestra relación bloguero-lector. ¿Acaso no percibís esta corriente nueva de energía entre nosotros? (Si la percibes y eres mínimamente atractiva, ponme un mail, anda)
Mejor así. Dónde va a parar.
Otra cosa buena, aparte de no tener que currármelo tanto, es que puedo escribir sobre lo que me apetezca. Es decir, el cine está bien. El cine nos gusta a todos. Llena los vacíos de nuestra existencia. Pero a veces, entre película y película, nos suceden cosas. Slices of life. O sea: lonchas de vida. Filetacos de realidad. Fotogramas hiperrealistas. Manifestaciones grasientas del ser y del estar. Aquí. Ahora.
Y, a veces, me he quedado con ganas de enseñaros algo más de estas lonchas. De hecho, a poco que os fijéis en el título de esta entrada ya os habréis percatado de que toda esta mierda es una introducción larguísima para meteros un post-loncha.
Ascenso.
Ayer pasé una tarde de domingo estupenda. Me invitaron al teatro de la Zarzuela a ver una exhibición de jóvenes coreógrafos de la Compañía Nacional de Danza (esa que antes dirigía Nacho Duato y ahora ya no). La exhibición consistía en 9 piezas de baile contemporáneo ideadas por los propios bailarines. La cosa era la mar de artística, entretenida e imaginativa… Pero como soy muy burro, ¿en qué creéis que me fijé? En los cuerpazos de las bailarinas. Tuve una sola idea, y esta idea rebotó en las paredes de mi cráneo cual pelota vasca, pimpam, pimpum: me obsesioné. La idea era la siguiente: ¿Cómo sería estar en la cama con una de estas diosas? ¿Eh? ¿Cómo? (¡¡Necesito saberlo!!). Me imaginé tumbado junto a uno de estos cisnes sintiéndome como un bicho bola, y sufriendo al mismo tiempo un stendhalazo.
En fin, que andaba yo en esas fantasías cuando llegó la hora del descanso en mitad del espectáculo. Me dirigía desde el patio de butacas hacia el baño cuando me crucé en el pasillo con uno de esos cuerpazos.
He dicho «me crucé», ¿no? Definamos cruzar: cruzar en este contexto es topar de narices con una bailarina. Comértela, literalmente, pero de forma involuntaria. Vamos, que estuvimos a punto de chocar, y si no lo hicimos fue porque la esquivé a tiempo (sí, yo esquivé). Después de la maniobra me disculpé, cabizbajo y como para el cuello de la camisa. Yo soy así: me pisan, me empujan, me escupen, me insultan… y pido perdón. Sobre todo a las diosas. Me aparté hacia la derecha y entonces, oh, sorpresa, ella también. Parecía una de esas situaciones en las que intentas no chocarte con alguien, y cuánto más lo intentas peor es, como si os hubiérais quedado pegados por un chicle invisible. Aún así, continué esquivando: di otro paso a la izquierda y… ¡pardiez! Ella también. Por supuesto, sus movimientos eran gráciles, como los de un gato siamés. Los míos, eran los de un orco en mitad de un ataque cerebral. Un par de zigzaceos más y, entonces detecté cierta expresión en su cara… La situación me quedó clara. O confusamente cristalina: ¡¡lo estaba haciendo aposta!! Yo, acosado por una bailarina. Jo.
Lo mejor de todo es que no me desmayé. Por suerte había bebido dos daikiris antes de entrar y tenía algo así como una especie de autoestima de corchopán. Me dejé arrinconar contra la pared, y le hice saber a la bailarina que yo estaba ahí para lo que necesitara, fuera cual fuera su enfermedad mental… Joder, era preciosa. Entonces me sonrió, tímida y encantadora, y me tendió la mano para darme una tarjeta.
Esta tarjeta.
Y se marchó correteando por el pasillo. Durante unos minutos fue como si mi nivel de daikiris en sangre se triplicara por cuatro. Comencé un frenético diálogo conmigo mismo:
– Hola, somos la policía del cerebro. ¿Qué ha pasado aquí?
– Has ligado, tonto, ¿no lo ves?
– ¿Estás seguro? ¿No estaba siendo simpática, y nada más?
– Te ha arrinconado contra la pared y te ha dado una tarjeta con un número de teléfono. Y lleva una frase profunda escrita en ella.
– Ya, pero ¿por qué yo?
– ¡Te ha elegido! Ahora, cuando termine la función, te plantas en la puerta de artistas y esperas a que salga.
– Es que mañana pensaba madrugar. Y tengo la casa hecha un desastre.
– ¿Eres gilipollas?
– …
Salí del baño sintiéndome ingrávido, exultante, un auténtico sexy mother fucker. Y entonces me vino de repente. La inspiración. La cordura. El desengaño:
– ¿No es un poco raro que el número de teléfono tenga un dígito más de lo acostumbrado?
– Bah, será extranjera. Tenía acento raro.
– ¿Y eso de Dr. Almeida? ¿No es un nombre curioso para una chica?
– Mira, si te vas a poner tiquismiquis…
– ¡Un momento! Me suena haber visto eso de Dr. Almeida en el programa de la función.
– No. Qué va.
– Compruébalo.
– Que no.
– Venga, si tienes huevos.
– … Jo.
Caída.
Había sido víctima de una perfomance. Es sorprendente como se puede pasar de 0 a 100 y de 100 a 0, y todo en cinco minutos.
Volví al patio de butacas arrastrando los pies. Aparte de la decepción (que solo podría calificar como BRUTAL), ahora había un factor inquietante: si me han dado una tarjeta será porque van a usarlo de alguna manera durante la función. Es decir, que cabe la posibilidad de que me saquen a bailar o algo.
Se lo conté todo a la amiga que había venido conmigo, Miss Distancia Irónica, y me dio uno de los más sabios consejos que me han dado jamás:
«Si te sacan al escenario lo más digno que puedes hacer es entrar como Millán Salcedo haciendo de pollo en la imitación a Franco Battiato«.
Me pareció una ideaza. Lástima que al final ni me sacaran ni nada. La performance al parecer consistía nada más que en poder todo horny a un espectador durante el descanso. Después de esta experiencia solo puedo decir una cosa:
«Danza contemporánea, has herido mis sentimientos. Eres mala, Muriel».